Mandela, defensor del pueblo - Declaración con motivo de su fallecimiento
El apartheid fue, como todas las formas de discriminación racial, una infamia que denigró la dignidad de muchas personas. Demasiadas seguramente y por mucho tiempo.
Tuvo sí, cabe aclararlo, un estilo y una marca propia que la diferenció de otras prácticas racistas. Se sustentó predominantemente en dos aspectos: la explotación social y el aislamiento, a partir de asumir como premisa la diferencia de los niveles civilizatorios, la perpetuación de los diferentes grupos de la población basados en el color y el desarrollo separado de estos grupos.
Traducido a términos políticos, esto significa la pretendida supremacía de una aristocracia de color, estructurada en una a través de una rígida jerarquía de castas raciales. Esto es, una directa correlación entre el color de la piel y el ejercicio de los derechos cívicos, sociales, culturales y económicos de las personas.
El apartheid fue una política de Estado del gobierno sudafricano a partir de 1948 cuando llegó al poder el National Party con mayoría de afrikaaner (término que engloba a los sudafricanos descendientes de los Boers, blancos, predominantemente neerlandeses, de lengua africaans y religión mayoritariamente calvinista), a pesar de que sus raíces se deben buscar en el siglo XVII a partir del momento en el que comenzó la expansión europea en África del Sur y la consecuente esclavización de los pueblos originarios de esa región. La discriminación racial practicada en Sudáfrica, también comprendía a los asiáticos, en su mayoría provenientes de la India. Todos recordamos el incidente del joven abogado Gandhi, indio de nacimiento y educado en Inglaterra, al que se obligó cambiar de acera pues por la que transitaba estaba reservada a los blancos.
Otra particularidad del apartheid fue su convicción de que la posesión de la tierra era la que otorgaba el derecho de ciudadanía y como ese derecho estaba reservado a los blancos, los africanos eran considerados extranjeros en el suelo al que pertenecían ancestralmente y sólo tolerados como fuerza de trabajo.
Esta brevísima introducción, muy limitada en su factura, es sin embargo suficientemente expresiva para revelarnos la situación de la inmensa mayoría de aquel pueblo africano, maltratado en su tierra, denigrado en su condición humana e indignamente explotado en su vida y en sus esperanzas. Al mismo tiempo delata una de las expresiones del mal absoluto y de la vesania ideológica. Pero como siempre sucede con estas crudelísimas experiencias, permiten vislumbrar, así sea sesgadamente, la apasionada lucha por la libertad, por la democracia y por el derecho.
Toda resistencia a la opresión es dramática y heroica a la vez, y ella vale tanto por la cantidad de los resistentes como su calidad. Algunos de ellos entran a la historia por la singularidad de sus acciones, pero sobresalen los que luchan desde un compromiso tan íntimamente humano, que nos cuesta creer que pueda ser un contemporáneo nuestro. Ese fue Nelson Mandela.
No vivimos tiempos de héroes. Los hubo sin duda en la historia y por allí están sus estelas, esparcidas por la antigüedad, en las luchas por la liberación y la independencia de las naciones, en las lides apasionadas por la justicia y por la justicia social. Pero hoy poco queda de eso. Aun las más tenaces controversias, por buenos que sean sus objetivos, implican hombres y mujeres que parecen nunca descartar del todo su “yo” y su “circunstancia” es decir su primacía. Esa no era la marca que registró Mandela. Por luchar ideológicamente, con el arma de su palabra, ejemplo y compromiso, fue víctima de la criminal estulticia de los opresores y poderosos, de los que hacen del becerro de oro y del provecho económico la razón de su existencia. Sólo por eso Mandela fue encarcelado por 27 años y sometido al humillante trato que deparan los violadores de los derechos humanos.
Sostenido en la justicia de su causa, debó sin embargo ser puesto en libertad; liberó a su pueblo, fundó una nación y el tamaño de su grandeza y comprensión de las cosas humanas, lo llevo a tanto como a compartir el Premio Nobel con el último representante de sus verdugos y hasta sonreír frente a una cámara fotográfica con quienes materialmente lo condenaron de por vida a una mazmorra.
Y también fue gobernante, y gobernó democráticamente. No aceptó reelecciones ni buscó el poder para tener más poder, sino para hacer mejor lo que había hecho toda su vida: servir a sus compatriotas, aún a los de raza blanca. Hizo de los derechos humanos su bandera y la puso sobre el pedestal de su heroico ejemplo forjado en el sufrimiento y en la solidaridad.
Fue un hombre materialmente empobrecido, imbuido de ideas de igualdad social que desafió con su conducta pública y privada a que todos tuvieran en él, sobre todo a los que gobiernan, un espejo para ser mejores.
Defensor del Pueblo es un sustantivo. Se refiere a un funcionario estatal no gubernamental designado para proteger derechos. Pero también puede ser un adjetivo. En ese sentido podemos decir calificándolo, de quien desde cualquier lugar fuera del Estado, defiende derechos. Mandela logra la sustantivación de una cualidad percibida, haciendo de la acción una epopeya de los derechos humanos. Por eso nuestro admirado homenaje.
Buenos Aires 8 de noviembre de 2013
Carlos R. Constenla
Presidente